3 de noviembre de 2012

El precio injusto Trucos matemáticos de las tiendas

2x1

Nadie cambia duros por pesetas, y por eso, las ofertas que prometen el doble de un producto por el coste de una sola unidad no siempre suponen un ahorro. Suelen ser productos cuya fecha de caducidad es inminente. Así que al final puedes comprar una docena de yogures que tendrás que consumir en solo dos días.
 
Cuando recorremos los pasillos de un supermercado, o entramos en una tienda de marca, o simplemente leemos el menú de un restaurante, no siempre sabemos interpretar realmente lo que estamos viendo. Especialmente cuando se trata de números. Padecemos una serie de defectos de comprensión matemática que no dependen de cada persona concreta, sino que nos afectan a todos. Son fallos de comprensión que están en la estructura misma del cerebro humano. Y gracias a ellos existen pequeños trucos que pueden inducirnos a comprar un producto creyendo que estamos realizando un gran ahorro, cuando realmente no es así.

Somos malos comparando precios

En efecto: somos retrasados matemáticos. Así como la evolución ha sintonizado nuestra percepción y nuestros sentidos para que podamos diferenciar con facilidad y precisión millones de tonos de color y sutiles matices de sabor y olor, nuestra percepción intuitiva de cantidades, números y relaciones entre magnitudes deja mucho que desear.

El cerebro fracasa de modo sistemático en muchas tareas de comparación cuando se trata de cifras y magnitudes. Veamos una demostración basada en experiencias habituales. Te encuentras ante dos ofertas de detergente. Una te ofrece un descuento del 33% en el paquete habitual. La otra te cobra lo mismo, pero añade un 33% de producto extra. ¿Cuál te conviene más? Rápido, decide, que se pasa el plazo...

La mayoría de las personas responde que las dos ofertas son equivalentes: que un 33% menos de precio equivale a un porcentaje idéntico superior de detergente en el paquete. Pero no es así: un 33% de precio equivale a un 50% de producto. Imaginemos que el paquete es de kilo, y el precio 5 euros. El precio sin oferta es así de 5 euros/kilo. Un 33% del precio serían 1,7 euros, así que la rebaja dejaría el precio en 3,3 euros/kilo. Un aumento del 33% de producto supondría pagar 5 euros por 1,333 kilos de detergente, lo que supone un precio de 3,75 euros/kilo. A primera vista las dos ofertas nos parecen similares, pero la rebaja del 33 por ciento del precio nos conviene más a nosotros y menos al comerciante.

Por eso, los pasillos de tu supermercado están repletos de ofertas del tipo “20% más de producto gratis”. Los vendedores se aprovechan de nuestra confusión. Y no es el único defecto de percepción matemática del que hacen uso los comerciantes. Porque la verdad es que no tenemos ni idea de lo que valen las cosas. Podemos memorizar precios, y hay gente capaz de recordar con detalle de céntimos de euro cuánto cuesta un vestido, una moto, una joya y una botella de raro licor. Pero si conocer precios de venta al público es sencillo, estimar cuánto debe valer un objeto es muy difícil.

Víctimas del número nueve.

Cuando se le pide a la gente que estime cuál debería ser el precio justo de algún producto (un vaso, una prenda de ropa, un mueble, un libro), las cifras varían enormemente. Porque, ¿cuánto cuesta fabricar una silla? ¿Cuál es el precio del papel y la tinta de un libro? ¿A cuánto se vende un ovillo de lana? Desconocemos cuánto cuestan las cosas, de modo que ante un producto acabado, el cerebro tiene pocos datos con los que calcular. Y ahí es donde entra el “anclado” (anchoring, en inglés), un sistema muy utilizado para manipular nuestras perspectivas comerciales.

Lo que hace el cerebro para estimar el valor o precio de un producto es comparar. ¿Y con qué compara? Pues con otro producto que esté cerca, o relacionado; un precio inicial que se convierte en el “ancla” de nuestra percepción de valor. No sabemos lo que cuesta ese jersey, pero al entrar en la tienda hemos visto una chaqueta que costaba 300 euros, y eso ha “anclado” nuestra percepción del precio. Ahora, los 50 euros del jersey parecen baratos, porque estamos comparando con los 300 de la chaqueta. Por eso, en muchas tiendas de lujo lo primero que nos encontramos son productos escandalosamente caros: un bolso de 8.000 euros, un traje de 2.500, una cámara digital de 6.000. En comparación con esta “ancla”, luego la pulsera de 300, la chalina de 250 y el teléfono móvil de 600 parecen tener un precio ridículo. Esta es la razón de que algunos restaurantes ofrezcan hamburguesas de 100 euros, o perritos calientes de 60. A su lado, un solomillo por “solo” 40 euros nos parece una ganga. Para aumentar las ventas de un producto no hay nada como poner al lado una versión de lujo y carísima de ese mismo objeto: de pronto, un precio que sin contexto nos habría escandalizado nos parece mucho más atractivo. Y el comerciante ha vuelto a jugar con nuestra percepción en su beneficio.

Incluso la primera cifra de un precio actúa como “ancla”. Por eso hay tantos precios acabados en 9. Porque 29,99 para nuestra mente no es “prácticamente 30”, sino “veinte y pico”: casi 10 euros de diferencia en un solo céntimo. La comparación y el “ancla” se hacen desde esa primera cifra. Y las estanterías y etiquetas acaban repletas de precios que están a uno o cinco céntimos de la siguiente decena, para aprovechar esta debilidad. Este truco de evocarnos la decena inferior con precios acabados en 9 se ha empleado tanto que hemos acabado por considerar casi mágica esta cifra. En la mente del consumidor dicho número significa rebajas, precios ajustados, el intento del vendedor por recortar el precio lo más posible. Y así, el 9 se ha transformado en una especie de código secreto, una manera de comunicar al posible cliente que uno conoce y respeta sus tendencias ahorrativas; una señal de precio mínimo. Por eso es el “9” la cifra más repetida, con mucha diferencia, en los precios de venta al público.

La comparación es nuestra forma básica de establecer precios. Por lo cual, y de modo natural, tendemos a aborrecer los extremos. A la hora de estimar precios procuramos triangular, buscar la media entre el más caro y el más barato en oferta. Como en muchas otras cosas, buscamos el “dorado punto medio” de los filósofos griegos. Claro, que eso permite de nuevo al comerciante avispado jugar con nuestra percepción alterando los términos de la comparación. Un ejemplo: modificando el plato más caro o más barato de un menú se puede conseguir atraer la atención del comensal hacia el plato que resulte más rentable al restaurante.

El olor de la injusticia.

Este truco resulta particularmente eficaz cuando en la compra existe un componente social, cuando se hace delante de testigos: porque nadie quiere parecer avaro delante de sus amigos. ¿Sabes cuál es el vino en una carta de restaurante que deja el mayor beneficio al patrón? El segundo más barato, que es sistemáticamente el que más se consume: nadie pide el más barato. El precio puede “templarse” con facilidad incluyendo en la carta de vinos un Vega Sicilia de 500 euros: los 20 euros del riojita decente que está en segundo lugar parecerán, así, un precio razonable y prudente. Y el restaurador, que es quien pone los precios en el menú, sonríe para sí.

Todas estas manipulaciones matemáticas son posibles porque nuestro cerebro estima mal las cantidades, pero sobre todo porque tenemos programado un sentido innato de la justicia. En el más literal de los sentidos, las injusticias nos huelen mal, sobre todo cuando se cometen a nuestra costa. En experimentos que analizan las áreas cerebrales que se activan durante un proceso de compra o análisis de precios, aparecen sorpresas. Cuando pensamos que nos están engañando, se dispara la ínsula, la región del cerebro que reacciona ante los malos olores, las cosas desagradables y el dolor. Al cerebro no le gusta sentirse tratado injustamente. Cuando detecta injusticia, se duele. Y al revés: cuando alguien nos ofrece lo que parece un trato ventajoso, se activan las áreas cerebrales relacionadas con el placer. Una oferta muy favorable nos sube el ánimo porque dentro de nuestra cabeza se disparan los mismos circuitos que se activan al comer chocolate y al  recibir una caricia.

Lo malo es que al cerebro se le puede engañar. Nuestras debilidades matemáticas hacen posible activar la sensación placentera (y bloquear el “hedor mental” del precio demasiado alto) incluso cuando la oferta no es tan buena como podría parecer. Si a los defectos de nuestra percepción de cantidades les añadimos, además, nuestra conocida debilidad por las buenas historias, la combinación puede resultar irresistible. Así que la próxima vez que veas un programa de la teletienda, trata de analizar cuántas de las técnicas de manipulación matemática que hemos reseñado están presentes en el discurso de los presentadores.

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